Vivimos en
un mundo en que el Estado ha ido ganando protagonismo, tanto en peso como en
comportamiento respecto a la sociedad. No es de sorpresa que este protagonismo
del Estado esté en máximos históricos, a pesar de la continua propaganda de
aquellos que quieren todavía más Estado, quienes nos dicen que los mercados se
han impuesto al Estado, que los movimientos supranacionales están supeditados a
las élites económicas (como si no fuera una relación con élites políticas de
por medio) y que de seguir así entraremos en una era de “neoliberalismo” más
salvaje que el actual (¿qué es el neoliberalismo?).
El
colectivismo en sus diferentes formas abunda a lo largo y ancho del mundo. Ya sea
populismo, socialismo o nacionalismo, cualquier forma de estatismo o
combinaciones de ellas, lo cierto es que el individualismo se ha visto relegado
a un segundo plano. “Vivimos en sociedad y el individualismo atomiza”, nos
dicen aquellos que no dejan de repetir los mantras colectivistas, ignorando que
los individualistas no quieren vivir atomizados, es decir, sin relacionarse con
el resto de la sociedad, pues esto es imposible, ya que sería volver a una era
prehistórica. Tampoco los individualistas rechazan formar parte de algún
colectivo, sino que rechazan formar
parte de la coacción y no comparten la arrogancia de que un colectivo lleva al
paraíso per se, como sí ocurre en el pensamiento colectivista. Yo, como
individuo y defensor del individualismo, no
creo en la masa como algo homogéneo, como sí creen los colectivistas, sino
en un conjunto de individuos, en cooperación y a partir de la voluntad humana.
Detesto
esa arrogancia del colectivo en la imposición desde el Estado en forma de
Patria, Pueblo, Nación, etc. que cree tener todas las soluciones a los
diferentes problemas de una sociedad, que cede a un “líder todopoderoso” o a un
conjunto de políticos, que viven en una burbuja ajena al individuo, el poder de
manejar nuestras vidas, bajo un principio de representación que no es tal en
estas democracias representativas, donde ordena y manda otro colectivo funesto:
el Partido. Y mucho menos en dictaduras.
Se equivocan quienes dicen que el
individualismo es atomismo. Individualismo
no es nada de eso, es cooperación y voluntad humana. De hecho, sin cooperar con
el resto de la sociedad ningún individuo puede progresar por sí mismo. Confunden rechazar la imposición desde
arriba con el rechazo a un colectivo formado voluntaria y pacíficamente,
como bien dice el economista Bernaldo de Quirós: «el individualismo y el mercado competitivo no son contrarios a lo
comunitario sino a la constitución por la fuerza de una falsa y artificial
sociedad civil» (Por una derecha liberal, 2015).
El
individualismo es, por otra parte, descentralizar al máximo todo aquello que no
necesita de legislación y control del poder político y del Estado, es salir del
consenso y tener visión crítica: pensar más allá del colectivo, pensar cada uno
en cómo mejorar nuestra vida, y a la vez, la de los demás. Pasar de un infantilismo a una vida adulta. Porque el colectivismo
es precisamente eso, la infantilización de toda sociedad: vivir a la sombra del
colectivo que maneja el Estado, que decide por ti porque él lo quiere así y te
niega la razón y el pensamiento crítico para que continúes a su lado, por “tu
bien” y el “bien común”, porque “fuera del Estado eso es imposible”.
¿Necesitamos
un Estado, que ha dejado de ser Providencia para ser Minotauro, regulando hasta
el más mínimo detalle de nuestra vida? Creo que no necesitamos esa figura, que
se asemeja a la del padre autoritario que no deja libertad alguna a sus hijos
(«el Estado se ha convertido en un jardín
de infancia», Bernaldo de Quirós). Por el contrario, necesitamos un Estado mínimo, que devuelva ámbitos de competencia a
la sociedad civil, que permita su desarrollo, siempre en cooperación
voluntaria, dejando la coacción a un lado y el paso a una vida adulta de dicha
sociedad. Dejar atrás el colectivismo
encabezado por el Consenso Socialdemócrata: «la dependencia e idolatría del Estado; al estilo roussoniano: el
progreso individual solo podía estar ligado al colectivo, y dependía de la
intervención y planificación del Estado» (sobre esto escriben Almudena
Negro y Jorge Vilches en la introducción y el primer capítulo de su libro Contra la socialdemocracia, 2017).
En la
economía el fracaso de todo colectivismo se ha visto mucho más claro, pero
sigue teniendo buena fama para muchos debido a la amplia propaganda de
diferentes medios de comunicación e “intelectuales” y grupos de políticos que
creen que colectivizar la economía con ellos sería diferente. Y si no, echan la
culpa al chivo expiatorio, y evitan hacer autocrítica. Infantilismo de nuevo.
Es por ello que ante cada fracaso del
colectivismo la solución que piden los colectivistas es… más colectivismo, más Estado y todavía menos mercado,
menos individuo, menos sociedad en cooperación voluntaria. Y siempre la misma
excusa: “no se ha aplicado bien” o “con nosotros será diferente”. Por supuesto,
se aplica bien, por eso fracasa, y con los nuevos Mesías no es diferente, sino
incluso peor.
* Publicado en La Razón